Por: Juliana Burbano y Catalina Recalde
30 de abril de 2024
“Encontrar en el dolor, la fuerza para levantarse de nuevo”
Daniel Rosero.
Actualmente, muchos jóvenes, habitantes de barrios marginales, son altamente estigmatizados, quizá por su apariencia física, por su forma de hablar, por su pasado o, simplemente, por el hecho de provenir de contextos vulnerables. Sin embargo, es importante reconocer y entender que existe una realidad alterna completamente diferente a la que conocemos, donde, en los lugares menos esperados, convergen los más grandes sueños orientados a la lucha incesante por el cambio y la construcción del tejido social.
Foto: Catalina Recalde y Juliana Burbano, 1 de mayo de 2024.
El escenario que nos envuelve es la urbanización San Luis, destacada por acoger a cientos de familias vulnerables, beneficiarias del proyecto de viviendas gratuitas en Pasto, la capital del departamento de Nariño.
A pesar de la densa neblina que se cierne sobre el paisaje, tejiendo un velo misterioso, las fachadas de las torres emergen con destellos de color. El rojo, amarillo, verde, azul, naranja y violeta se entrelanzan en una danza de tonalidades que desafían la oscuridad de la noche, como pinceladas de esperanza en un lienzo urbano.
Foto: Catalina Recalde y Juliana Burbano, 1 de mayo de 2024.
A primera vista, una pequeña cabaña pintada desde el arte del muralismo que, inmediatamente, se roba la atención de quién esté cerca, pues su pared adornada con vívidos colores revela, por un lado, la silueta de un diablo rojo, representando al Club de fútbol América de Cali. Por el otro, sobresalen las letras A, B y C en color verde, rosado y blanco, acompañado por un rostro animado de color morado y una frase inquietante: comuna 10 y paz.
Las cobijas, como cortinas guardianes, impiden que penetre la tenue luz de las lámparas que rodean el lugar. En su interior, una mesa de madera, marcada por el paso del tiempo y la vida, acoge unas piezas de dominó que juguetean entre sí y, a su alrededor, un estratégico jugador: Canserbero.
Foto: Catalina Recalde y Juliana Burbano, 1 de mayo de 2024.
Daniel Rosero, conocido por sus amigos como Canserbero, es un jóven de 26 años de edad, artista urbano, y uno de los más grandes soñadores, entre los habitantes de la urbanización San Luis.
Es originario del municipio de El Rosario (Nariño), ubicado a 124 kilómetros de la capital del departamento, específicamente en la cordillera occidental, aunque lleva varios años residiendo en Pasto. Si bien, pese al contexto de su territorio, su llegada a la ciudad no fue dada por desplazamiento, pero sí estuvo marcada por la lucha entre la vida y la muerte, como consecuencia de un accidente.
Daniel, entre suspiros y un desvío de mirada que delata el protagonismo de sus recuerdos, relata que, inmediatamente llegó a Pasto, fue internado en una clínica de cuidados intensivos para ser intervenido por la mano de aquel a quien se refiere como “un ángel”: el neurocirujano. Con gran entusiasmo, añade que, a pesar de haber salido ciego, mudo y sin movilidad, fue el momento preciso en que su mente y su espíritu han percibido la vida de mejor manera.
Bajo su apodo Canserbero, se refugia un líder comunitario, visionario, incansable y muy trabajador, capaz de enfrentar cualquier adversidad que se le presente en el camino.
En sus recuerdos sobresalen sombras, pues señala que no siempre tuvo un pensamiento de superación y de servicio. En su adolescencia las malas decisiones lo envolvieron en los vicios, adicciones y el dinero fácil, únicamente para apostarlo en los partidos de fútbol de su pueblo. Con apenada sinceridad, mientras agacha la cabeza y entrelaza sus dedos, revela que, en cierto punto de su vida, su más grande ilusión era “llegar a ser un Pablo Escobar”.
La idea de la siembra estuvo guiada por la figura de su padrastro, pues veía en él, a un hombre lleno de lujos: fincas, carros, viajes…, digno de admirar por todos los habitantes de su territorio. La constante comparativa entre las ganancias con su cosecha de café y las de su padrastro con la siembra de coca, despertaban aún más su necesidad por sumergirse en este mundo, pues, en aquel entonces, su única prioridad era el ocio y la superficialidad.
Es así como, a sus trece años, toma la decisión de aventurarse monte adentro. Menciona que, al principio no recolectaba más de cinco kilos; sin embargo, poco a poco fue ganando experiencia, hasta echarse al hombro trece arrobas diarias, mientras escalaba las altas montañas de la cordillera, en donde su único acompañante era el penetrante sol.
Al hablar de miedos durante este proceso, señala que eso jamás se cruzó por su mente, pues la adrenalina y el dinero primaban en sus aventuras. A pesar de ello, Daniel reconoce que había partes desagradables dentro de su recorrido, pues tenía que pasar por ríos, embotado y, comúnmente, se desarrollaba su más grande batalla con las culebras que bailoteaban por sus pies.
Así mismo, complementa su discurso diciendo que no solo trabajó de raspachín y abonador, sino que también llegó a trabajar en laboratorio cocinando e incluso, cuando ya había “ganado terreno”, empezó a venderla. Pese a lo anterior, Daniel señala que el trabajo más complejo, a su parecer, era procesarla: “toca amontonarla toda y con la guadaña, picar, echarle amoniaco y patear, mezclarla con las botas. Después se lo reúne en un balde grande toca echarle gasolina y si queda muy aguada, cal o cemento. De ahí se cuela y se pone soda. Ahí ya se saca la pasta”.
Así transcurrieron varios años. Canserbero llevaba una vida de excesos, gobernada por el los excesos, el dinero y la diversión, acompañado de salidas con propósito de venta de coca, envuelto bajo armas de fuego y pagando la vacuna a Grupos Armados Organizados (GAO), presentes en la zona. “Afortunadamente”, dice él, a sus 18 años, una decisión cambió el rumbo de su vida para siempre.
Después de pasar una semana inmerso en el alcohol, junto a un “amigo” de aquel entonces, decidió montarse en una moto para ir en busca de más dinero. Sin embargo, aunque todo parecía ir bien, al momento de descender por una calle empinada perdieron el control de la motocicleta y, al frenar, Canserbero salió disparado hacia una cortina metálica de un montallantas, estrellando su cabeza contra el letrero de aquel establecimiento.
Este accidente marcó un viaje oscuro para Daniel. Tres meses de letargo en coma, seguidos por otros cuatro meses en la penumbra de una silla de ruedas y la inefable experiencia de quedar ciego y sordo durante siete meses, tejieron un tapiz de dolor y desafíos profundos. Pero allí, en esa profundidad de su adversidad, y entre los escombros de su antigua vida, descubrió una nueva perspectiva. Aprendió a valorar cada instante como un regalo preciado, a percibir la luz en la oscuridad. Para él, estos fueron momentos de reinventarse, de abrir un capítulo nuevo, de aquello a lo que él denomina como “volver a empezar”.
Foto: Catalina Recalde y Juliana Burbano, 1 de mayo de 2024.
Con una convicción inquebrantable, relata cómo su incursión en el mundo de la música, más específicamente del rap y del hip-hop, brotó de las cenizas de aquel accidente. Desde entonces, su carisma y talento le han abierto puertas en escenarios nacionales, representando el talento urbano nariñense, destacando un día en el cual su pegajoso ritmo puso a bailar a un ministro de Bogotá.
“Antes yo no cantaba ni en la ducha, no me gustaba, pero durante el tiempo que estuve en coma, mi mamá me ponía mucho rock y rap… yo creo que eso despertó mi interés por cantar e improvisar”. Se detiene nuevamente, levanta el rostro, muy orgulloso de sí mismo y con tono alegre recuerda: “En el 2014 yo hice una canción que se llama Mi barrio es bonito, la cual he ido a interpretar a Neiva, Bogotá, Cali, la Guajira, Palmira. También he salido en el noticiero Titanes Caracol, Señal Colombia, Citytv y Radio Nacional. En Nariño, en Sandoná, Túquerres, Yacuanquer, La Unión, Remolinos y Chachagüí. Y aquí, en Pasto, gracias a Dios me han escuchado en más de 10 barrios y por ahí en unos 5 colegios”.
En los brazos de Daniel reposa el ideal de transformar el mundo con cada gesto, con cada palabra, con cada canción. Aunque para algunas personas pareciera que a veces anhela de más, sus sueños simplemente son el reflejo de un corazón rebosante de empatía y voluntad.
Entregado con pasión a las labores sociales, ha forjado alianzas con organizaciones sin ánimo de lucro, con el noble propósito de desarrollar actividades en los diferentes barrios marginados de la ciudad, donde los niños y jóvenes se reúnen a jugar fútbol y a aprender sobre canto, baile y dibujo. Su causa también abraza a las madres cabeza de familia, a la niñez desamparada, al adulto mayor, y a los animales sin hogar.
Sus expectativas son mejorar las condiciones de vida de su madre, de él y poder entrar a estudiar Administración de Empresas, pues uno de sus más grandes sueños es tener su propia fundación orientada al respaldo y ayuda a jóvenes en situación de vulnerabilidad, para que logren salir adelante y tengan un futuro prometedor.
“El arte urbano es una manera de sustituir todo lo malo. Se acaban las fronteras invisibles, se visibiliza a la comunidad desde las letras de las canciones, desde el mural. Además, también se perpetúa el legado, por ejemplo, acá admiramos mucho a una señora que siempre nos ha apoyado a los jóvenes, pero lastimosamente ella tiene cáncer terminal, por eso, en una de las tres torres que hemos pintado, decidimos retratarla a ella, buscando que, al ver ese dibujo, las personas recuerden su aporte en nuestra comunidad”.
Foto: Catalina Recalde y Juliana Burbano, 1 de mayo de 2024.
Con esto, manifiesta su interés en recibir apoyo para realizar una nueva campaña a través de una olla comunitaria: “así, con un sancochito humilde, pero que ojalá en esta oportunidad podamos movilizar a más gente, que ojalá nos visitaran desde otros barrios más lejanos sería lo ideal, para que se acaben los prejuicios y estigmatizaciones. Que se den cuenta que acá lo que se respira es arte y superación”.
Al salir del lugar, la neblina se había ido, y aunque el frío continuaba siendo intenso, la felicidad y la calidez de aquel momento fueron nuestro abrigo en la travesía de regreso.