Por: Jhon Franco Cerón Gómez
Desde las montañas de Pasto, Óscar Patiño crea un arte que dialoga con la naturaleza, el recuerdo y la identidad, desafiando las barreras del olvido y sembrando conciencia en cada trazo. Hay quienes pintan por oficio y hay quienes, como Óscar, lo hacen por el legado cultural.. Cada línea de su obra germina del paisaje andino, de los vuelos de los pájaros que lo despiertan y de las semillas que guardan la historia de su familia. Se ubica en el campo de la creación visual que entiende que crear es, también, resistir: al olvido, al desarraigo, a la indiferencia. A Óscar se le nota el territorio en la voz. Habla desde el origen profundo y desde la ladera ancestral que lo vio crecer. Es un artista que pinta con memoria, que esculpe con preguntas, que ilustra con una necesidad vital de resistir al olvido. Es descendiente del pueblo indígena de los Pastos y ha hecho su vida en la capital nariñense, aunque su corazón permanece sembrado en el campo de Túquerres. Óscar ha hecho del arte una forma de encontrarse con su origen y compartirlo con los demás.
Desde niño, la relación con los colores y las formas se convirtió en una manera de estar en el mundo, de comprenderlo y, más adelante, de transformarlo. “Mi relación con el arte siempre ha sido desde pequeño”, recuerda, con una calma que parece venir de la tierra húmeda y fértil. Pero no fue sino con el paso del tiempo que entendió que aquello que creaba necesitaba portar un sentido mayor. Hoy, su obra es una manifestación de su geografía, una forma de narrar cómo vive, cómo lo cohabita con los otros seres que también lo construyen: animales, plantas e historias de todo tipo.
En sus pinturas y murales, las especies no están para adornar. Están para decir. Las aves—copetones, virachucos, chiguaros— son protagonistas de escenas que evocan la infancia, los abuelos, los relatos no escritos de la vida campesina. En ese universo, cada pájaro deja de ser un simple animal para convertirse en un símbolo vivo de la huella campesina. Sus alas cargan historias, sus cantos despiertan recuerdos, sus presencias se sienten como guardianes del territorio. Y entonces Óscar lo nombra con una sentencia que suena a sabiduría antigua: “El copetón también es un abuelo”, dice, revelando que detrás de cada trazo late una carga afectiva y espiritual. No se trata solo de representar una especie, más bien, de recordarnos que esos seres también son parte de la memoria colectiva, que nos hablan del lugar que radicamos y que, cuando desaparecen, algo de nosotros también se pierde.

En medio de la conversación, Óscar nos interpela con una pregunta que suena a revelación cotidiana: “¿Ustedes han pasado por la plaza de Nariño? ¿Han visto que las palomas ya no le temen a los humanos? Te saludan. Hablan del territorio”. No es una simple anécdota: en esas palabras se abre el símbolo, la metáfora viva de la convivencia entre lo humano y lo animal. Ahí es donde se asoma la sinantropía, esa poética del encuentro que él evoca al señalar cómo los mensajeros del cielo se convierten en vecinos, en guardianes del mismo espacio que compartimos.
La sinantropía es ese fenómeno silencioso y asombroso en el que la fauna aprende a coexistir entre nosotros, a encontrarse en las ciudades como si también fueran suyas. Es el gesto de las palomas de la plaza de Nariño que ya no temen al bullicio, que revolotean entre las estatuas y los vendedores ambulantes como si fueran parte del mismo relato urbano. Es la capacidad de ciertas especies para adaptarse a nuestro caos y, al mismo tiempo, recordarnos que el paisaje nunca nos pertenece del todo.
Hablar de sinantropía es hablar de resistencia y de encuentro: de aves que, en lugar de huir, se quedan, se aproximan, se hacen vecinas. Es un pacto no escrito entre el canto animal y la rutina humana, una forma de poesía que se dibuja en el aire cada vez que una paloma nos mira a los ojos y parece decirnos: “este lugar también es mío”. Por ello, uno de sus proyectos más recientes, se titula así, Sinantropía, el canto visual al compartir entre humanos y animales en el entorno urbano. Las aves que revolotean en sus murales no son solo fauna decorativa: son símbolos de una naturaleza que no se rinde, que se adapta y relaciona, muchas veces de forma invisible.
Óscar vive en la periferia de la ciudad, en esa zona intermedia donde el concreto se desdibuja y el campo comienza a respirar. Desde ahí ha construido una propuesta artística que habla del entorno rural, indígena y campesino, pero también de una ciudad que, a pesar de tener un legado cultural inmenso, todavía no se atreve del todo a reconocerse en su arte contemporáneo. En su casa hay una chagra, un espacio sembrado de vida y de símbolos. Allí, entre plantas y el eco del tiempo, el joven creador nariñense nos confía una escena que parece un ritual diario: “Hay un chiguaro que llega todos los días a golpear la ventana a las cinco de la mañana. Como si trajera un mensaje”. Y él, atento, lo recibe, lo escucha y lo transforma en arte. Un arte que no busca venderse con prisa ni adornar paredes, por el contrario, un arte que siembra preguntas, abraza la identidad y deja suspendida en el aire la certeza de que algo profundo acaba de ser nombrado.
Ese arte no es casual ni sólo intuitivo. Se formó académicamente en Artes Visuales en la Universidad de Nariño, donde complementó sus saberes empíricos con herramientas teóricas y técnicas; sin embargo, su visión va más allá del aula. Cree que la verdadera educación artística también reside en los saberes de las mayoras, en la conversación con los campesinos, en la mirada del que siembra y no del que solo analiza. La academia, dice, es importante, pero no suficiente: “Todo lo que aprendes, incluso, está por fuera de la universidad”.
Crear en Pasto no es fácil. Aunque la ciudad está repleta de talento, de jóvenes con ideas,con fuerza, el camino suele ir cuesta arriba. Las convocatorias artísticas existen, pero son limitadas, muy selectivas. El acceso a recursos para crear es escaso y muchas veces los artistas terminan compitiendo entre ellos por migajas que apenas alcanzan. “Hace falta más apoyo”, dice Óscar, pero también señala algo más doloroso: la fragmentación. “Cada uno vapor su lado. Los muralistas por un lado, los grafiteros por otro. Nos hace falta juntarnos”.

Y es ahí donde se abre una herida que no siempre se quiere ver: muchas veces no es solo la falta de incentivos lo que debilita el camino artístico, sino los mismos artistas, que sin quererlo —o tal vez sin saber cómo evitarlo— terminan cerrando los caminos del otro. “Hay que construir colectivamente”, insiste. “No podemos seguir creando solos, como islas. El arte es más fuerte cuando se teje en comunidad”.
A pesar de eso, hay un motor que no se detiene: el amor por lo que se hace. Esa pasión, esa urgencia de crear desde el corazón, pesa más que cualquier premio o incentivo. “Si no hablo de lo que siento, eso queda en pausa. Y yo no quiero quedarme en pausa”, dice Óscar. Desde esa urgencia nace su obra, pero también su compromiso con lo colectivo. Nos comparte que el arte no es un acto solitario ni una simple expresión personal; es un puente que conecta comunidades y fortalece raíces colectivas. A través de su participación en colectivos como Corazón de la Minga, desde donde impulsa procesos comunitarios de arte, política y cultura con jóvenes de zonas rurales, ha abierto espacios de pensamiento y ha impartido talleres de pintura, con los que busca sembrar un sentido de pertenencia y un despertar de la conciencia cultural. Su apuesta va más allá de la obra individual: quiere que el arte sea un espacio de encuentro, diálogo y construcción conjunta, donde se reconozca el valor de las tradiciones y se impulse el desarrollo social desde las propias voces de la tierra. Para él, crear en comunidad es crear futuro. Y es así como se ha convertido, sin buscarlo, en un referente de liderazgo comunitario.
Cada mural que pinta lleva escondido un mensaje. Antes de comenzar, escribe unas palabras detrás de la pared, como un conjuro íntimo. “Es la fuerza que dejas en tus cosas”, dice. Y es que crear es un acto sagrado, es darle vida a algo nuevo, es sembrar un mensaje donde otros verán una imagen, pero tal vez también un recuerdo, una emoción, un eco de lo que son.Su técnica mezcla lo tradicional con lo simbólico, un realismo mágico andino que él mismo aún no termina de catalogar. “Tal vez es sinantropía”, reflexiona. “Una estética de convivencia”, una forma de dar vida a lo invisible a través del arte. Y aunque ha enfrentado críticas —algunas duras, incluso entre colegas—, ha aprendido a transformarlas. Donde antes plasmaba rostros, ahora están las especies, los compañeros del entorno que habitan sus lienzos, aunque la esencia permanece intacta: “También estoy retratando seres”, afirma. Para él, pintar no es reproducir imágenes, más bien, invocar la magia escondida en los detalles, en los gestos de la naturaleza y en la remembranza que envuelve a cada existencia. Esa es la verdadera fuerza del arte: transformar lo ordinario en algo vivo, en un puente hacia emociones y recuerdos que no se ven, pero que se sienten profundamente.
Para Óscar, el arte es una conversación constante con el territorio. Una exhortación a evocar, a contemplar de otro modo y a ponerle nombre a lo innombrado. “El recorderis —dice— es volver al corazón”. Por eso, su deseo no es que le aplaudan; lo que anhela es que alguien, al ver una de sus obras, diga “me recuerda a mi abuelo”, “me recuerda a mi tierra”, “me recuerda quién soy”, y así, ayudar a la construcción de la reminiscencia de un lugar que aún resiste.
Sueña con llevar su obra fuera del país, con abrir una escuela de arte con su colectivo, contener una tienda propia donde el arte no solo se venda, sino que se comparta. Todo a su tiempo. Todo como crece la vida: lentamente, con paciencia, con cuidado. Y si algún día logra exponer en otro continente, quiere que sepan que esos pájaros que dibuja no son cualquier ave: son las voces de su región, sus recuerdos y su gente.

Cuando habla del legado que quiere dejar, su voz se vuelve más firme. “Fortalecer la identidad cultural. Que la gente aprecie su entorno. Que aprendamos a cohabitar con lo que nos rodea”, dice. Y para quienes sienten vergüenza de sus raíces, lanza una invitación poderosa: “Que pierdan la vergüenza. Somos nariñenses. Tenemos una cultura linda. Solo hay que permitirse reconocer de dónde venimos”.
Óscar surge desde las montañas andinas como quien nace de la tierra misma, con el pulso de los páramos y el murmullo de los ríos dibujando su manera de mirar el mundo. En su vida y en su obra, el tiempo no avanza con la rapidez del reloj, sino que fluye como lo entienden los abuelos: en ciclos, en retornos, en círculos que no se quiebran. Sus murales, sus pinturas, no obedecen a la urgencia de lo inmediato, sino al ritmo lento de la siembra y la cosecha, al compás del recuerdo que se repite para no olvidarse. Allí, el instante se congela y se vuelve puente: el pasado conversa con el presente, y el futuro se anuncia como un eco que regresa desde lo ancestral. Lo cotidiano se suspende, lo urgente se desvanece, y lo que queda es la experiencia de una temporalidad distinta, profunda.
Cada trazo suyo respira esa concepción indígena del tiempo que no es línea recta, sino espiral que abraza. Las formas de vida que pinta no son solo presencias aladas: son evocación viva del espacio, son pasados que vuelven, son futuros que se anticipan en el color. Sus lienzos y murales se convierten en umbrales donde el tiempo parece suspenderse; lo urgente desaparece, lo cotidiano se silencia, y lo que queda es la experiencia de otra temporalidad: la que une lo visible y lo invisible, lo que fue, lo que es y lo que vendrá.
Frente a sus obras, la mirada se detiene, el tiempo se congela y el corazón aprende a escuchar lo que el ruido de la ciudad no deja oír: la voz de los abuelos, el trino de los pájaros, la raíz que nunca se extingue. Y en esa pausa, comprendemos que el arte es una forma de resistencia contra el olvido, es memoria y futuro al mismo tiempo, una siembra que crece en todas direcciones a la vez. Porque la creación, cuando nace desde el corazón, no necesita permiso para florecer.

