Comunicación Social | Universidad Mariana | ISSN- 2981-3832
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LOS HOMBRES QUE NO ENVEJECIERON
LOS HOMBRES QUE NO ENVEJECIERON

“Me da tristeza que ustedes sí tienen algo que contar de mi papá y yo no. Lo único que tengo en la memoria es saber que mi papá me amó mucho y que Dios me dio la fortuna de tener un papá excepcional”, dice Eduard. Eso les dice a sus tíos cuando le hablan de su padre. Un viejo baúl en su casa está lleno de cosas de él, y entre ellas, tarjetas que le hacía llegar a su madre y que le ayudaron a enamorarla. Para ella es difícil tocar este tema, es como si le pusieran un carbón en la garganta. Por eso, si lo puede evitar, lo hace. No quiere volver a abrir la herida. 

Jesús Benavides, padre de Eduard, era agente de la Policía Nacional de Colombia y tenía 26 años. Era un padre dedicado a su esposa y a su hijo. Llevaba 7 años en la institución cuando el 23 de diciembre de 1992, en un ataque guerrillero en San Pablo, Nariño, su vida fue apagada cambiando por completo esa Navidad para Eduard y su familia. 

“Gran parte de esa esencia de lo que era Jesús Benavides, mi papá, queda en lo que hoy es su hijo”, dice Eduard. Su madre cuenta que él vive en sus gestos, en su rostro, en su forma de hablar. Suele decir: “no me mires así, porque así me miraba tu papá”. Hay cosas como la música que le sirven de polo a tierra, o como el álbum familiar que contiene fotografías del ascenso de curso de su padre, de su participación en el grupo de Música Andina del Colegio Mixto Cooperativo de Funes, Nariño, de su participación en eventos deportivos, culturales y sociales en su labor policial. O de cuando su padre lo cargaba en los primeros días de nacido y los recuerdos de su bautizo que coincidió con el grado de bachiller de su madre Maricel. 

John Eduard Benavides Riascos, siguió el ejemplo de su padre y se enamoró de la música andina. Aprendió a tocar instrumentos andinos desde los ocho años porque lo deseaba con locura, en especial la guitarra y el charango. Considerando sus gustos musicales, su madre le regaló un CD con música de Los Kjarkas, el grupo de música boliviano, y ahí empezó todo. Después, aprendió a tocar la guitarra y a cantar. Se memorizó A veces mi pueblo azul es gris, de León Gieco, la canción que su papá cantó cuando se casó con su mamá en diciembre de 1989. Se aprendió también Faltándome tú, de los Hermanos Villamar y El árbol de mi destino, también de los Kjarkas, la canción que salió un mes antes de la muerte de su padre, y que hoy, siempre le recuerda a él. 

Antes de morir, su padre se aseguró de que su madre y él no tuvieran dificultades para salir adelante y para que ambos continúen con la formación académica. Su madre se convirtió en Licenciada de Educación Preescolar y Promoción de la Familia y Eduard, en su adolescencia, decidió continuar con la herencia religiosa que le dejó su padre, fiel seguidor del Señor de la Buena Esperanza y patrono del municipio de Funes. Así, ingresó al Seminario Nacional Cristo Sacerdote para encaminar su vida hacia el Presbiterado. Sin embargo, cuando se aprontaba para cursar Teología cambió de opinión. Mientras estudiaba reconoció su pasión por las luchas sociales y la justicia, y es así que en 2013 se decidió por el Derecho y en 2019 terminó la carrera en la Universidad Mariana, en Pasto. Encontró su vocación en la defensa de los derechos humanos y en el trabajo con víctimas del conflicto armado. Su trayectoria profesional la construyó trabajando en el Programa de Atención a Víctimas, con víctimas de minas antipersona y como parte del equipo de diferentes alcaldías en el departamento de Nariño. Actualmente, es Asesor Jurídico de la Secretaría de Gobierno de Sotomayor, en ese departamento. Tiene 35 años y es abogado especialista en derechos humanos. 

“El año pasado, una de mis compañeras de mi trabajo me decía: ‘¿usted por qué se encierra en su oficina a llorar?’. Era porque muchas veces llegaba la gente a decirme —no podemos llegar a nuestra casa porque el camino está minado, porque nos restringieron la entrada o porque me amenazaron—, y uno tiene que hacerse de cuero grueso, dejar que la persona se vaya y luego soltarse porque obviamente a uno se le revive todo”, dice Eduard.

El amor por el Derecho lo revive cada día con el servicio a los demás. “He podido ayudar a muchas personas en condiciones de vulnerabilidad, a la gente de mi pueblo o de otros municipios y la verdad creo que esa es la mayor ganancia, porque cuando uno se los encuentra en la calle siempre le agradecen y esa sonrisa creo que es el mejor salario que uno le puede dar la vida”, dice Eduard. Junto a su amigo y colega Héctor Mauricio Morillo, compañero de especialización, adoptaron una frase para su historia personal: “si es por la paz y por las víctimas, cuenten conmigo”. Provenir de una familia que ha sido víctima del conflicto armado cambia la dirección de la vida de sus integrantes, y gestionar todas las emociones y los sentimientos que acarrea perder un papá, un hermano o un hijo obliga a reorganizar la vida de los seres queridos. Cada experiencia narrada es distinta; sin embargo, tienen en común el no olvidar, el llevar consigo el recuerdo a donde quiera que vayan. 

Desde niño, Eduard fue muy reservado. Su abuelo materno se convirtió en su figura paterna. Él y su madre se encargaron de su crianza. Su familia paterna se alejó luego de la pérdida y en su infancia y adolescencia tuvo muy pocos amigos. Luego de casi 10 años y de su estancia en el Seminario, volvió a la casa de su familia paterna, se reencontró con sus abuelos y tíos en el municipio de Funes, de donde era su padre. Finalmente, restablecieron su relación, pues su familia se había resquebrajado tanto que solo con el tiempo pudo comenzar a cerrar la herida.

Eduard se crió en Los Andes, un municipio ubicado en el noroccidente del departamento de Nariño. Su altitud es de aproximadamente 1588 metros sobre el nivel del mar. En su mayoría, el clima es templado. Desde Pasto hasta Los Andes, se cuentan aproximadamente 85 kilómetros. Cuando se viaja por carretera se debe pasar por los municipios de Nariño, El Tambo y el Peñol. Cerca de Los Andes está La Llanada y Cumbitara. 

Sotomayor es la cabecera municipal de Los Andes. Está sobre la cordillera andina y desde ahí se puede apreciar unos paisajes bellísimos, comenzando por las montañas majestuosas de todos los tonos de verdes, llenas de filas interminables de cafetales, plataneras, maíz, frijol, maní y caña panelera. La carretera, sobre el imponente cañón del río Güáitara, vista desde arriba, se asemeja a una serpiente. 

Históricamente, estos municipios han estado permeados por la violencia, por las dinámicas propias del crimen organizado y los grupos armados ilegales. Por eso, para Eduard, tampoco ha sido fácil ser hijo de un policía en una de las denominadas “zonas rojas” de Colombia. Estas dinámicas, lastimosamente, están normalizadas por algunos de los habitantes. Es como si se hubieran acostumbrado a oír sobre atentados y enfrentamientos. A pesar de ello, Eduard decidió darle la vuelta a su historia. Hacer algo con el dolor y el hecho luctuoso. “Crecer sin un padre es lo peor”, dice Eduard. Su profesión le permitió seguirse formando y capacitando a otros. Ha dado cátedra de derechos humanos y es educador en el riesgo de minas. En octubre de 2024 empezó una maestría en Derechos Humanos en la Universidad Internacional de La Rioja de España y espera hacer un doctorado y continuar con su labor social. 

Su tesoro material más preciado es una de las últimas camisas que compró su padre, Jesús Benavides, en la década de los 90. Que quería usarla cuando estuviera de civil, decía su padre. Es una camisa talla M, manga corta, de color rosa con líneas azules. Eduard ha querido usarla, pero dos cosas se lo han impedido: una, que su talla no coincide, y dos, por respeto a su memoria y al dolor de su madre Maricel. Como no puede usarla, la lava, la limpia como si alguien la hubiera usado, para que no huela a guardado, para que el recuerdo de su padre también se le refresque.

La lucha por la justicia de familiares de víctimas del conflicto es, muchas veces, desgastante, y desigual. Mientras el Estado cuenta con abogados para esos casos, los familiares tienen que esforzarse mucho para que sean atendidos. En la década de los 90 e inicios de los 2000, los familiares no eran reconocidos como víctimas por el hecho de que ellos y ellas no fueron combatientes. Sin embargo, es atroz el no reconocimiento del gran daño causado a las familias colombianas. “Antes estábamos invisibles, nos tocaba recurrir a todos los mecanismos, con una tutela, por medio de la Procuraduría, de la defensoría o con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), para ser reconocidos como víctimas”, dice Eduard.

Luego de varios años de incansables peticiones al Estado por parte de los familiares, en 2011 se presentó el proyecto de ley para atención integral a las Víctimas del Conflicto Armado y Restitución de Tierras, lo que se condensaba el 10 de Junio de ese mismo año, con la promulgación y sanción de la Ley 1448 de 2011, en la que según el artículo 3, desde el 1° de enero de 1985, en Colombia, se consideran víctimas las personas que han sufrido vulneración de sus derechos, entre esos, los que tienen que ver con el conflicto armado interno. Además, se considera que: “también son víctimas el cónyuge, compañero o compañera permanente, parejas del mismo sexo y familiar en primer grado de consanguinidad o de crianza, primero civil de la víctima directa, en el momento de los hechos y, cuando a esta se le hubiere dado muerte, estuviere desaparecida, hubiese sido secuestrada o hubiese sufrido un daño como consecuencia de crímenes de lesa humanidad y graves infracciones al derecho internacional humanitario o al derecho internacional de los derechos humanos”. Solo hasta 2022, se logró presentar la reforma a esta Ley para incluir a los integrantes de la fuerza pública como víctimas del conflicto armado, lo que para Eduard, es una victoria para cada uno de ellos. 

Al mismo tiempo, para dar cumplimiento a la Ley, nace la Unidad de Víctimas que tiene como misión garantizar la implementación de una política pública de víctimas efectiva, eficiente, articulada e integral con enfoque territorial, diferencial y de centralidad en las víctimas, que contribuya a la superación de su situación de vulnerabilidad y el goce efectivo de sus derechos.

La Unidad trabaja con las mesas de Participación Efectiva de Víctimas, las cuales están los 64 municipios del departamento de Nariño. Gracias a estas mesas se conforma la mesa Departamental y Nacional de acuerdo con el protocolo de Partición de víctimas.

En el marco de la Ley 1448, se han conformado asociaciones de los familiares víctimas del conflicto armado para visibilizar iniciativas de memoria, buscar reparación por parte del Estado, tener acompañamiento psicosocial, conocer la verdad de los hechos y buscar garantías para la no repetición. En Nariño se identifican más de 10 asociaciones de familiares de Víctimas de Desaparición Forzada como: AVIDES, AMVIDENAR, ADIV, LUZ DE ESPERANZA, ASVIPAD, AVICPONAR, ASOVOICOMPI, AMVIPAZ, ASVISUV, entre otras. 

Lo más difícil para la Unidad de las Víctimas es trabajar con los familiares de víctimas de Desaparición Forzada, porque no es fácil para ellos y ellas cerrar estos ciclos de dolor. La vida se trunca y solo habría paz cuando se encuentren a las personas dadas por desaparecidas, sean vivas o muertas. Otro hecho difícil es el acompañamiento a las mujeres, hombres, niñas y niños víctimas de Violencia sexual. 

Actualmente, la Unidad de las Víctimas no desiste en su lucha por lograr los recursos para el pago de la indemnización de las aproximadamente más de 10 millones de víctimas del conflicto armado que hasta ahora tiene Colombia.